La Misma Voz

La exactitud de las cifras se diluye cuando hablamos de democracia. El Partido Popular ha cosechado una victoria sin precedentes con una cifra de votos muy similar a la de comicios anteriores, 10.8 millones frente a los 10.2 conseguidos en 2008. El electorado de la diestra española reitera lección de fidelidad a unas siglas, demostrando tras las urnas que son el aval más necesario de su partido.

El gran derrotado de la jornada electoral no es otro que el Partido Socialista. Como era de esperar ha pagado el alto precio de la crisis y se convierte en el quinto Gobierno europeo abatido por ella. Las medidas adoptadas a partir de mayo del pasado año y la reconversión al neoliberalismo exigido desde Bruselas han sido las ascuas donde han ardido más de cuatro millones de votos. Ahí puede encontrarse la clave del hundimiento del partido representado por Rubalcaba y de la fuerte presencia popular que dominará la Cámara Baja durante los cuatro próximos años.

La atomización del voto progresista es una realidad constatable. Se tiende a disociar erróneamente el auge de los partidos minoritarios del derrumbe socialista. Son dos caras de la misma moneda. Izquierda Unida, UPyD y partidos regionales –injusta ley electoral aparte- han reciclado las papeletas que en 2008 llevaban el sello de la mano y la rosa. No deja de ser notorio, además de exclusivo, que el Partido Popular con una cifra de votos que oscila entre los 10 y 11 millones haya obtenido dos derrotas, una victoria y dos mayorías absolutas, una de ellas la segunda más holgada de la historia de la democracia. Esta estadística evidencia dos hechos: El electorado conservador es siempre fiable, poco cambiante y nada crítico. Un ejemplo práctico lo encontramos en Murcia o Valencia, donde la corrupción política la entregan junto con el maletín y el despacho, y allí, para colmo de la rocambolesca, los populares han arrasado sin paliativos. Justo en el otro extremo se hallan los progresistas, el voto de la conciencia; escrupuloso y muy punitivo con la negligente gestión política. En otras palabras, un voto errante.

La legitimidad de las urnas no se cuestiona; su veredicto nos augura una legislatura con un Gobierno de mayoría y absolutista. Rajoy y su equipo de gobierno podrán hacer y deshacer sin que un alma les tosa en el Congreso. La cara B de semejante concentración de poder es que al errar en sus decisiones tendrán que asumir la culpa de cabo a rabo, y además de manera inmediata. Puede parecer una obviedad, pero estamos ante un partido especialista en echar balones fuera.

El PSOE por su parte, durante estos años de oposición desnuda, tiene por delante la ingente tarea de su renovación, algo que va más allá de un simple Congreso Ordinario, de un lavado de imagen o de la regeneración de su discurso. Tiene pendiente la reconquista de cuatro millones de votos que le son legítimos, pues sólo a través de ellos la izquierda alcanzará la contundencia política que de la que es siempre merecedora. Suele decirse que nada une más que un enemigo común, ojalá esta vez no sea necesario despertar a la bestia para comprender que el progresismo se enriquece de la diferencia, pero es mucho más fuerte si grita con la misma voz.

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